Lola

Era el último sábado de 1987.El luminoso de la entrada del edificio con letras rojas que ponían "ÚLTIMO PASE"; el gentío aguardando en la cola bajo el frío de Madrid y en el piso superior del teatro, en aquel maltrecho cuarto, se encontraba ella: Lola.

Ahí estaba, sentada frente al espejo de luces, ausente, y con el cigarrillo casi consumido a punto de quemar sus dedos.Ya maquillada, pero aún a medio vestir, observaba estática, casi sin parpadear y bajo un silencio insoportable, su reflejo.Ese que, de manera cruel e implacable, confirmaba a gritos lo que ella ya sabía: "Nena, fin del trayecto".

Poco o nada quedaba ya de aquella Lola Sugar que durante treinta años de noches no dormidas deleitó a un público fiel y entregado; un público que función tras función se agitaba y enloquecía
con sus sesenta quilos de pura sensualidad, de deliciosas y casi perfectas curvas que hacía mover (añadiendo a veces piruetas imposibles, en un ejercicio de coordinación y destreza digno de los acróbatas circenses) al ritmo de sensuales melodías orquestales.Los aplausos y vítores duraban minutos; hasta que ella, agradecida y dedicando una pícara mirada a los presentes, desaparecía tras las cortinas rojas, las mismas que se volverían a levantar la noche siguiente, para encandilar de nuevo a los asistentes.

Ahora, en cambio, lo único que ella veía en ese espejo era una mirada que luchaba por resurgir y salvarse de los surcos de las arrugas que la rodeaban; veía abruptas curvas, formando un conjunto de carne deforme que ya no obedecía a sus movimientos; veía, sin lugar a dudas, el ocaso de una vieja gloria.

Cuando quedaban pocos minutos para el comienzo del pase, empezaron a aporrear la puerta con descarada insistencia, reclamándola para salir a escena. Sin embargo, ella, inmune a los golpetazos, permaneció impávida. Pero poco después, mientras seguía con la mirada clavada en su reflejo y con la ceniza ya reposando en su vestido de seda, se enjugó de un puñetazo las lágrimas negras que resbalaban por sus mejillas, y embebida de un repentino deseo de triunfo final, decidió salir y despedirse de ese escenario, de ese público, como solo los artistas de verdad sabían hacer: entre aplausos.

Mmarín.